lunes, 28 de septiembre de 2009

Mariposas


¿Hasta cuando? ¿Hasta cuando aguardarán mis mariposas? ...No lo sé, quizá deban aguantar a que se sequen mis lacrimales y la última lágrima sea absorbida por la arena del desierto por el que camino.

Esa manera heroica de crecer no es buscada, sólo aceptada y sentida fecunda, pero no deseada. Pero el camino lo exige. Y es mi única responsabilidad.

Sueño con compartir la vereda, pero pocas son las almas solitarias que me cruzo. Y sueño con los amores compartidos y los dolores compartidos, y los sueños compartidos.

Pero no me es dado exigir mis sueños, ni quiero tampoco arrancarme el corazón y echarlo, lo quiero echar en los cuencos ansiosos de mis hermanos solitarios, en los corazones que esperan el agua negada de los mayos.

Pero somos pocos... somos muy pocos...

Somos pocos los que aceptamos el desierto y las largas y solitarias caminatas... Buscando... buscando... Buscando nuestro Principe.
Y sin Hadas Madrinas, y sin bálsamo de Fierabrás para curar nuestras heridas...

No falta menos. Falta lo mismo. Estamos detenidos en el instante permanente, esperando encontrarnos la escala de Jacob y prestos a la lucha cuerpo a cuerpo con su ángel guardián.

Pero estoy preparada. El dolor no me asusta, y la soledad es mi permanente compañera. Quizá sea una estúpida, pero solo espero un día merecerme volcar de un golpe mis semillas, mis lluvias y mi trabajo sobre una tierra fértil que quiera cosechas y labrador. No es mi cuestión decidir el momento.

Mi deber solo es estar preparada.

jueves, 3 de septiembre de 2009

La envida es como una señora gorda y lujosa


Me lo dijo un señor gruñón y calvo. Era un día como hoy: el cielo anaranjado y nubes negras a lo lejos tapiando muros de estelas presurosas. No hacía frío, pero tampoco se percibía un calor abrasante ni corrosivo. En el aire había sabor a azufre, era una lluvia metálica de sabores químicos. Fue esa tarde cuando me encontré al susodicho gruñón y calvo, que acercándose a mí, me dijo:


-La envidia es como una señora gorda y lujosa, que viste de abrigo de piel y come pato a la naranja los domingos. Es más, es como una Señora con implantes bucales y dientes de oro que pasea entre la gente luciendo los ropajes y destilando ese tufo absoluto a algún perfume carísimo de marca de alto prestigio.


Entonces me quedé pensando, no sabía bien si soñaba despierta o si realmente me había topado con el hombre que me habló de esa Señora llamada Envidia.

En realidad, odio el olor cargadísimo a perfume de grandes marcas, es una sensación tan repulsiva, que casi prefiero tener que sentarme a comer con Doña Envidia (claro que, eso también implica olerla, respirarla. Por lo tanto, no sé qué decidir).


Tras unos minutos de confusión, el tipo gruñón y calvo, -que tenía pinta de sabio fanfarrón mientras se encendía un puro e inhalaba su aroma- desapareció ante mis ojos.

¿Qué quiso decirme con su símil entre la envidia y esa señora?


Lo que estaba claro es que no me gustaría parecerme a esa Señora gorda que destilaba ese olor tan desagradable. Entendí que la envidia es una plaga infecciosa, una fiebre que hay que erradicar para entender de una vez por todas, que la envidia – o la realización propia a través del calco de un ser ajeno- no provoca sino falta de identificación humana.


¡Envida sana! ¡Envidia sana! Eso no existe, tan sólo existe la llamada “admiración ajena”, es decir, sentimientos de aspiración propia a partir del otro.

Porque cuando el sol roza en las nubes, el éter desprende el ígneo candor que juega a entretener las almas, y así cerramos los ojos, acariciamos la cara a las personas que queremos y lloramos por aquellas que no están.

Sentimos como masticando la nada, cómo ese señor gruñón, disfruta como rutando el vacío premeditado de la ignorancia. Y es muy hermoso entrever la línea azul-verdosa recortada en la lejanía, mientras miramos en nuestra propia dirección, nuestra perspectiva particular y propia. Así somos. Somos lo que queremos ser ajenos a todo y muertos de desazón, como si esa rabia de la envidia habitara de alguna forma en nosotros, queriendo darnos a entender algo que ni nosotros mismo sabemos. Porque en definitiva, ese es el problema: “No sabemos”.

No sabemos, pero somos y eso es aún más importante. Y mientras seamos debemos combatir contra esos sentimientos que nos aprisionan, que no nos hacen libres.

No quiero envidia, no quiero sentimientos coercitivos, sentimientos que destruyan. Porque como dijo mi amigo fanfarrón –gruñón y calvo-, la envida es como una señora gorda y lujosa.